DIA I
Llegó nuevamente la hora de partir, con los amigos, a vacar. Esta vez no será a la mar; no será Miramar del '19. Será el Sur. El sur patagónico, una vez más.
Partimos de la ciudad en busca de claridad. Partimos en la claridad de la Navidad a la claridad de la Natura. En la luz que nos permite ver la luz. La luz de la res. Luz participada de la luz eterna. Luz que ordena y orienta. Así de iluminados, pues, nos disponíamos al viaje.
Viaje comenzado con un queso ahumado y un licor de hierbas para aliviar el espíritu. Espíritu que se iba aliviando y dilatando con preciosos sones de Juan Sebastián Bach. Espíritu en expansión por la extensión y la belleza de la estepa malargüina que se iba presentando ante los sentidos de los viajantes.
Y Malargüe, ¡y cierra Cuyo! El anchuroso desierto de piedra. "El corral de piedra". Siempre por la ruta 40°, con la Cordillera y el Río Grande escoltando la travesía. Divisando en el andar calmo por el trecho pedregoso todos los perfiles posibles de las montañas sureñas, lejanas, poco observadas. Contemplando con gratuito asombro las sublimes ablaciones del divino Escultor sobre aquellas vastas zonas de pura roca. Mirando las verticales paredes de irregulares formas con sus variados colores. Prestando especial atención a los degradé de los montes que cada tanto asoman en la sinuosa huella, sorprendiendo entre valles y quebradas. Apareciendo figuras, singulares, cada vez más extrañas a medida que el camino avanzaba. Rocas volcánicas cual gigantes racimos de uva sabiamente colocadas sobre la tierruca. Meteoritos de un tiempo inmemorial, inmemorial como la época en que los titanes supieron luchar o jugar en este campo hinóspito, o cuando los dinosaurios paseaban hollando el terreno virgen.
Tierra que por momentos evocaba aquella otra de Mordor donde la atmósfera es caliginosa y el Monte de la Tentación atrae con oscuros artificios. Pero también tierra que, profundamente, recordaba aquella otra donde mana leche y miel. Veíamos murallas chinas naturales que se perdían en lontananza. Veíamos una ciudad hecha de pilares rocosos construídos por quién sabe dónde y quién sabe cuándo. Veíamos barcos y arcas petrificados que se hundían por doquier. Estrías en las cuestas cordilleranas, cumbres desnudas, peñones altivos y vigilantes, volcanes temibles y nieves eternas podíamos ver. Todo nos hacía estremecer, todo nos emocionaba.
Y todo acontecía aún dentro de los lindes de nuestra comarca mendocina. Las horas pasaban y pasaban, y uno creía divisar el confín del mundo, imaginaba arribar al faro del fin del mundo. Y, sin embargo, el tiempo parecía haberse detenido, con el sol fijo en su cenit, ahuyentando cualquier sombra.
(Parábola navideña que nos era dada, que nos era nacida, despertándonos de un viejo sueño, quitándonos un peculiar cansancio.)
Bajo esta lumbre generosa lo contemplábamos todo, lo elogiábamos todo, y las canciones se rehacían.
Candelaria de los caminos.
Fiesta de las luces.
Luminosidades que sólo el sol mendocino puede generar sobre lo pétreo de aquí.
Reino mineral que comparte sus tesoros con los que saben aquerenciarse aquí.
¡Qué poco saben los que te ignoran o menosprecian, estepa colorida!
¡Qué pocos se te acercan para buscar y beber tus propias luces!
Pedregal inmenso que te manifiestas a los corazones de carne. Que quiebras los corazones. Que hieres con tu presencia silente, austera, adusta.
Monstrensca.
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Seguimos surfeando la pétrea ola en el coche de eléctrico azul... El sol se va poniendo. Nuestros rostros se van iluminando. Y una ilusión nos espera al fin de esta jornada, cuando el derrotero inicial se acabe en Zapala...
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