miércoles, 29 de diciembre de 2021

Hortus conclusus: una exploración, una sensación.

 DIA III


Jornada larga, día intenso.

De caminata matinal explorando la Villa Traful, el "Huerto Cerrado".

Asombrados por la quietud del lago, la ausencia de viento, el espejo natural. Siempre de mañana.

Conmovidos por el camposanto del lugar, cercado por altísimos pinos en cuyo centro se hallaban pintorescas cruces y musgosas tumbas desde donde nacían múltiples y variadas flores que daban al cementerio un aire encantador y terrible a la vez, por su belleza salvaje, por su aspecto dinosíaco. Huerto cerrado dentro del otro huerto cerrado. Silvestre y pequeño jardín de aquel otro gran jardín trafuleño; evocaciones edénicas inexorables.

(Algunos habíanse propuesto alcanzar el Mirador del Viento, pero sólo llegaron pocos. El viento, no había entrado en escena todavía.)

Al mediodía apareció el viento sin aviso. Desde el muelle veíamos su furia, arrogancia o vanidad, peinando los colihues y formando olas dulces.

Por la tarde, lo mejor del día. Nos adentramos lago adentro con una lancha para conquistar una remota ínsula que hallábase oculta a nuestros ojos, en un brazo huidizo del inmenso lago. Quisimos también superar las olas, enfrentar el viento, nadar en profundidad, pescar en movimiento... en una palabra, sentir que aún seguíamos vivos. Que conservábamos el pathos-ethos-logos

Sí. Refrescar nuestras mentes y nuestros espíritus. Revisar nuestra capacidad de asombro. Padecer la anchura, la hondura, la altura y la largura de todo este huerto cerrado, desde su epicentro. Allí, a flote, pudimos contemplar la magnificencia de un paisaje verdaderamente deslumbrante. Y en el crepúsculo, procurando el ocio en medio de la acción y de la adrenalina, logramos divisar los juegos de las luces, el choque de fuerzas puras, las sombras graciosas,... el aleteo de los ángeles. Experiencia desgarradora volviendo de la travesía. Llanto interior, plegaria muda. 

Y por la noche, con el cuerpo cansado pero con el espíritu en alto y la mente esclarecida, luego de una cena olvidable, fuimos al conocido muelle a intentar dar con la presa deseada, con la trucha de los sueños -o de las obsesiones. Algunos fueron a despuntar el vicio, y al ver que el sueño ganaba cada más terreno, decidieron volver -los más esperanzados se quedaron hasta el alba. Sin embargo, cuando estábamos por retornar, un cuerno de fuego se vislumbró en el horizonte. Creíamos, al principio, que era una zarza ardiendo. Después un eclipse lunar. Finalmente distinguimos con seguridad la forma embelesadora de una luna en cuarto menguante. Primero roja, luego naranja y poco a poco se fue tornando plateada y hasta blanca cuando regresábamos de la pesca nocturna. Un auténtico regalo del Creador. Ese nacimiento de luna nos recordó en qué fiesta seguíamos: la fiesta del niño nacido. Ese don, del hijo dado.

Y ese rojo inicial convertido luego en blanco purísimo era todo un símbolo del día de los Santos Inocentes que celebrábamos: martirio e inocencia, sangre derramada y blancas vestiduras.

¡Primer grito de victoria del Niño Rey!

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