viernes, 29 de diciembre de 2017

Un Reclamo desde el Cielo

La noche era serena, las estrellas alumbraban desde el firmamento inconmensurable. Miles y miles de ellas se agrupaban y relucían con un dejo mágico color plata. Don Virula nunca supo definir bien lo que esta escena le producía: tristeza mezclado con esperanza y alegría, como quien va muriendo por un dulce amor imposible, por una gran historia que no fue, pero que lo llenaba de orgullo. Era quizás el sentir del pulso de una sangre noble y magnánima, destinado a grandes hazañas, y vivir en una sencilla casa de barrio en medio de una ciudad moderna en el siglo XXI. Era el saberse alejado de la posibilidad de sus profundos anhelos.
Todo esto experimentaba cuando terminaba el día, y sencillamente se detenía a contemplar el cielo en su jardín. Acudía a esta acción como sediento al agua fresca de un manantial. Observar las estrellas siempre habían producido en él, el impacto del silencio; bastaba unos instantes, y todo el ser se aquietaba y callaba, ante la majestuosidad de la creación estelar. Era la medicina segura que hacía elevar al cielo todas las potencias y  subir el espíritu por encima del tiempo, del mundo y sus deberes. Como el agua fría de la mañana en el rostro somnoliento, que despierta todos los sentidos dormidos. Esto era para Virula aquel momento, era su descanso por excelencia.

Resultado de imagen para estrellas

En esta oportunidad, sucedió que el Virulana venía de leer una serie de libros de caballeros: comenzando por el Quijote, siguiendo por el poema del Mio Cid, seguido de Ivanhoe (una sencilla novela de Walter Scott), había terminado ese mismo día "El Último Cruzado" sobre Juan de Austria y su memorable victoria de Lepanto contra la flota turca, y próximamente iba a leer a Amadis de Gaula. Por si esto era poco, había repasado un cuadernillo que había estudiado en el colegio, sobre la historia de las cruzadas, Carlomagno, etc...
No es necesario aclarar el estado en que se encontraba tras estas lecturas. Sus amigos conocían bien que poseía una gran debilidad por estos temas, y que durante semanas lo escucharían hablar sobre cómo restaurar la Orden de los Templarios, el dolor que le producía la caída de la gran Constantinopla, la necesidad de apalear a los infames, de asesinar moros y hasta incluso verían cómo iría a afilar la réplica de "La Tizona" que poseía en su casa, y amenazaría al chofer del 42 con hundirle la espada en el pecho si no trataba bien a las damas.
De esta forma se entregó al silencio de aquella noche. Sin embargo algo era distinto aquella vez. ¿Qué era? ¿Qué era lo que fuertemente clamaba ese ejército de puntos brillantes a lo lejos? ¿Qué es lo gritaban desde el cielo?
Para lograr oír siempre fue menester la actitud pasiva, la escucha serena y desinteresada. Pronto tuvo la sensación de que las estrellas marchaban, todas en un mismo sentido, el sentido de la órbita lunar. Las estrellas eran como soldados silenciosos que caminaban en la noche. Una a una iban pasando las escuadras. Don Virula las veía, como quien contempla los cascos de los milicianos desde arriba. Parecía como que todas inevitablemente caminaban hasta su fin. Interpretó entonces que aquellos eran los hombres de la historia, que desfilaban el breve lapso de la vida. Todos mostraban irónicamente el poco valor del tiempo de una sola vida frente a toda la historia. ¿Qué es un solo hombre frente a las incontables almas que pasaron? ¿De qué le sirvió a aquel quejarse, o aquel otro vanagloriarse? ¿De qué sirve el éxito?
Las estrellas comenzaron a clamar "¿Es que acaso no lo entienden hombres? ¿No comprenden lo insignificante de sus vidas? ¿Cuándo despertaran los hombres? ¿Cuándo verán la realidad? ¡Cuando sabrán que todas las personas que ya murieron claman día y noche diciendo: "torpe fui", "qué necio he sido", "ahora es muy tarde para repararlo"!
Es entonces cuando de pronto se vislumbra en una misma mirada, en un mismo cuadro, toda la historia de la humanidad. ¡Cuántos rostros, cuántas historias! Nada son frente a la historia. Nadie lo dice, la vida dura lo que un soplo.
¡Y la vida es para Dios! no somos dueños de nuestra vida, lo quieran o no, somo simples siervos inútiles.
Fue aquí donde Virulana comenzó a ver aquellas estrellas que brillaban con gran esplendor, hermosas y orgullosas en el oscuro firmamento, como burla ante la inmensidad de la nada. Y recordó aquellos valientes cristianos que lucharon bajo la bandera del Rey Celestial. Aquellos si comprendieron el pequeño e infinito sentido de nuestras cortas vidas y la de los hombres. Milicia es la del hombre en esta tierra. Esto es lo que hace grande al hombre, esto es lo único que lo salva, es la única puerta que une el tiempo y el infinito, el barrio de la ciudad con los muros de Jerusalén, de los edificios a los bosques encantados. Luchar por Cristo ennoblece al hombre, o mejor dicho, Él nos enaltece.  Esta es la sed de gloria que Don Virula sentía ante el desfile del ejército estelar, y al mismo tiempo lo entristecía, pues al mirarse, solo encontraba caprichos, vanidades, orgullos y deseos temporales; su gloria estaba en la tierra, en una corona perecedera.
Esto es lo que desde lejos nos reclama Amadis de Gaula, Godofredo de Bouillón, Reinaldo de Chatillón, San Luis Rey de Francia, todos los mártires desde Esteban hasta nuestros días, los santos y tantos hombres cuyos principios eran irrevocables. Hombres Viriles de una alcurnia divina, donde en cada gesto se destilaba su nobleza. Tuvimos su ejemplo y hemos abandonado el espíritu de los caballeros cristianos por pompas, hasta incluso femeninas y asquerosamente vanidosas. Hemos decidido mandar nosotros, hemos puesto a Dios a nuestras órdenes, y lo acomodamos a nuestra manera de manera tal, de que no nos incomode mucho. ¿No será acaso el gran triunfo del enemigo? "¡Cobardes!" nos gritará el tribunal de aquellos hombres de gloria que no supieron rendirse hasta la muerte. Y no tendremos defensa, pues si, somos cobardes, somos cobardes ante nuestro siglo, ante nuestra sociedad, ante nuestros amigos, hasta tal punto que callamos nuestra pertenencia a la Santa Iglesia para que no nos molesten. Somos cobardes ante nuestros caprichos, nuestras vanidades, nuestros deseos, nuestro cuerpo, nuestras pasiones. Qué lejos quedó aquel noble trato del soldado que había sido armado caballero, qué lejos quedó en nosotros el trato cortés y respetuoso ante nuestras mujeres, qué lejos quedó la valentía de ajusticiar de un puñetazo a aquel que levante ofensas contra el cielo. Nada de eso somos, somos un puñado de cristianos acobardados por el enemigo, que vivimos simulando lo que no somos, o peor aún, mostrando lo que si somos, fariseos. Qué indigno somos de aquella estirpe, de aquel linaje de los mártires en el coliseo, de los caballeros cruzados, de los bravos españoles, de los cristeros, al fin y al cabo, de la Sangre de Nuestro Rey.

Resultado de imagen para godofredo de bouillon

El tiempo apremia, los enemigos nos han rodeado. ¿Encontraremos los gallardos la valentía de una última cruzada? ¿Podremos morir al grito de Viva Cristo Rey? ¿Seremos dignos de entrar en el más glorioso reino jamás visto ni oído? O seguiremos entretenidos por el mundo...

Don Virula se arrodilló, y clamó diciendo:

"Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor y en su fuerza poderosa. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo, porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, habiendo acabado todo, estar firmes. Estad, pues, firmes, ceñida vuestra cintura con la verdad, vestidos con la coraza de justicia y calzados los pies con el celo por anunciar el evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios..."


Don Virulana de los Gamos

2 comentarios:

  1. Genial entrada Don Virula! No deje de nutrirnos con su pluma.
    Con respecto a su relato, que importante es que encarnemos aquello de que luchar por Cristo ennoblece al hombre, o mejor dicho, Él nos enaltece. Si fuésemos conscientes de aquello, cobraría mucho mayor valor los simples gestos, como el ser respetuosos con las damas, o no acobardarnos ante los que se burlan de lo sacro.
    Un viril abrazo!
    PD: Perdoneme pero el chofer del 42 jamás se desubicaria con una dama, son los infames trasgos choferes del 41 los que cometen tales atrocidades!

    ResponderEliminar
  2. Tuve la suerte de oírlo directamente de su autor a este escrito en un viaje a través de las zonas altas , más allá de el reinado del Joven Baishka , la luna llena iluminaba los caminos y la pizca de la emoción a la valentía volvió a brotar como glaciar en primavera.

    Gracias Don Virula

    ResponderEliminar