lunes, 5 de marzo de 2018

Crónica de una noche de Leipzig


Queridos Gallardos: comparto un pequeño cuento, de hace algunos años, en honor a mi gran maestro, mi estrella de oriente: Abba Bach. 




Llegando a su fin uno de los días más caluroso del verano alemán, se ponía el sol sobre la “Thomaskirche”, iglesia de Santo Tomás. Por la puerta principal, salía un hombre de mediana estatura, caminando algo torcido quizás, producto de su avanzada ceguera. La soledad de la noche no le impidió frenarse ante la puerta principal de la iglesia y recitar una oración de acción de gracias y adoración al Padre del Universo. Y es que si, tenía ese hombre mucho que agradecer...


Desde luego que no daría gracias al Increado por las glorias del mundo, tan efímeras, tan perecederas, tan humanas, con las que su siglo y todos los futuros lo cubrirían. Porque a ese hombre no le importaba que se dijera por doquier que era el mejor organista de Europa, no le importaba que los reyes le confiaran su propia educación y la de sus hijos. Sin cuidado le tendrían todos los millones de comentarios y halagos que recibiría luego de su paso por la tierra: que Brahms lo llamara la enciclopedia musical, en el cual “está todo”; que Mozart y Beethoven lo reconociecen como maestro inspirador de generaciones eternas; que le dieran por doquier el título de “Padre de la música occidental”; que su nombre figurara como el máximo ingeniero musical que el mundo haya dado a luz; que fuera recordado como la más feliz concreción del famoso adagio que dice que la belleza lleva a la verdad. Todo eso le importaba poco a ese ciego con peluca.

Meditaba en el camino a casa que era de lo que realmente estaba agradecido a la Trinidad, lo que movía su corazón a decir “Gratias tibi”. Mientras pensaba en esto, escuchó el sonido de las estrellas centellantes como sinfónicos grillos en la oscuridad. Y lo comprendió. Por fin sabía que tenía que agradecer: por benevolencia divina, él era de esos pocos hombres escogidos a lo largo de la historia capaces de unificar el Cosmos- ambición griega- como nadie más podía. Porque ese anciano era capaz de sintetizar la más elevada matemática, la antropología más profunda, la biología de animales y plantas, y hasta el canto de los ángeles, en un “unum” sencillo y de corta duración como eran cualesquiera de sus obras. El había sido privilegiado con el don de ver las cosas como Dios las ve, comprenderlas aunque solo un poco-al tiempo que maravillarse- en el orden infinito de la Creación.

Tocó la puerta de su casa y esperó. Lo recibió sonriendo su hijo, Carl Philip, y sus nietos. El anciano sonrió con gracia: después de todo, ese don suyo era también don de familia, siendo la suya la más extensa en el tiempo- casi dos siglos- en dedicarse continuamente a las semifusas y corcheas…Ya a la hora del descanso, el venerable compositor cerró sus ojos, notando como disminuía de a poco su ritmo cardíaco. Después de todo, había cumplido su tarea en la tierra y había fundido su música con la única razón de su existir. Así había dicho que el único motivo para que exista tal arte es “la gloria de Dios y el alivio del espíritu”.

Y nosotros, 264 años después de esa veraniega noche de Leipzig, seguimos repitiendo que no debió llamarse Bach-arroyo en alemán- sino Meer, mar vasto de belleza y paz. No podemos hacer más que deleitarnos con su música y cantar con María Elena Walsh que “Dios le dictaba el argumento, al Señor Juan Sebastián”.



28 de Julio del 2014: 264 aniversario de su muerte.

1 comentario:

  1. Sublime escrito, mi gran amigo Marqués. Viejo, por cierto, pero siempre lo viejo sabe mejor.
    Le mando un cordial Saludo!

    ResponderEliminar