Eran casi las tres de la tarde cuando me disponía a partir hacia la famosa Av. Corrientes de Buenos Aires, extraña para mí conocimiento y que me producía una suerte de incertidumbre y de temor. Llevaba pocas horas en la gran Babilonia y no era conocedor de la ubicación exacta de dicho destino, guiado por breves y apresuradas indicaciones, caminaba a mí parecer en la dirección correcta.
Era más que claro que soy montañes, mí ritmo era lento y despreocupado, pues el tiempo era mí amigo, mientras que el tumulto de gente en su traginar acelerado se me abalanzaba como queriendo escapar de las horas o mejor como si quisieran alcanzarlas.
Hasta entonces iba todo bien, hasta que mi vista se tornó pesada, atribulada, pues estos eran testigo de mujeres totalmente impudicas que pasaban sin el menor reparo de las demás personas, ya antes había visto esto pero no en carne propia ni en tanta cantidad, a simple vista era difícil calcular el número. Marchaban que se yo a donde, estaba a mí favor sin embargo, que mí dirección era opuesta al de ellas, a tal punto que aquel escenario desagradable pronto quedó atras.
Sin embargo sin saber lo que me aguardaba horas después de haber encontrado la afamada Av. y de haberme hecho poseedor de algunos libros antiguos y retornar al recinto en el que me albergaba, empezó la odisea, nunca mejor comparado. Estaban todas juntas estás mujeres si es que dicha palabra las identifica, cortando calles, a los gritos y lo más extraño reproduciendo una serie de movimientos grotescos y desarticulados, como salvajes o poseidas, eran tantas, y de todas las edades que causaban estupor.
Era tal la acumulación de éstas que era imposible el caminar, eran como una muralla impenetrable, podrida desde sus cimientos, pero no por eso fácil de derribar, pues la cantidad hace la fuerza.
Sin saber para donde ir para poder rodearlas, ya que eran tantas que se hacía imposible el caminar, como las cabezas de la hidra y cuando lograbas pasar a una se multiplicanan sin dar tregua. Abatido por dicha situación, la sangre empezó a ebullecer y en un estado de irreflexivo, mí cara se desarticuló, a tal punto era mí enojo que sin importarme la cantidad, cada ves que me cruzaba con una de estás, las miraba con tal desprecio, que si no hubiera sido por la protección celestial, estás hubieran reparado en tal afrenta y probablemente me hubieran golpeado con la misma fuerza y odio que blasfemaban.
Pudiendo salir de aquel infierno después de varias horas, llegue a mí hogar, por primera vez sentía la alegría y el gozo que el viajero vive en su corazón cuándo llega a su más apreciado destino, si bien aquel convento de frailes dominicos en el que me albergaba, no era verdaderamente mí hogar, pero era tal la ira y la desolación que me invadía, que hacia parecer esta gran casa mí terruño. Una vez adentro, dirigiendome a mí celda con vehemencia y aturdido, me frena de golpe un fraile, preguntándome que me pasaba, a lo cuál respondí con enojo e impertinencia, olvidándome que enfrente tenía a un hombre de Dios, pero hombre al fin, que el mundo estaba dado vueltas que era inimaginable lo que pasa afuera, niñas si niñas, gritando y enarbolando la bandera de si al aborto y de muerte al patriarcado y de todas las atrocidades que se te ocurran puedan decirse, cómo es posible tanta guequedad y estupidez. A lo cual el fraile me respondió con verdadera serenidad y sencilles, lo cual apasiguo mi estado de cólera que mientras más hablaba del tema más aumentaba, que la ira es buena en la medida que nos conduzca a hacer hombres justos, pero no la cólera irreflexiva y faltante a la caridad, acaso Nuestro señor Jesucristo no sufrió de tales ignominias clavo en el árbol de la redención con verdadero amor a tal punto de perdonarnos, es difícil para el hombre amar al enemigo, pero no imposible, ve y reza para apaciguar el dolor de nuestro señor y tu cólera, pues es triste lo que pasa afuera y doloroso y por este motivo más hay que rezar. Don Bernardo de Vivar.
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