lunes, 8 de abril de 2019

El adiós



Corría un día como cualquier otro en el que, pasado el mediodía, sería el momento de concurrir a la estación del bien conocido tranvía.
Salía de mi hogar sin mucho equipaje, sólo algunas amarillentas páginas encuadernadas que portaban mis versos favoritos se acomodaban perfectamente en mi mano derecha. Respiraba profundo durante la breve caminata la suave fragancia de los capullos nacientes que inundaba todo aquel lugar, y mi rostro se iluminaba de vez en cuando por los rayos de luz que se filtraban fugazmente entre las hojas de los árboles. Nada nuevo podía distinguirse a simple vista aquella tarde, pero cada paso era diferente al anterior, y a los de días atrás.
La estación en su simpleza se desprendía de un modo disimulado de los infinitos rieles y la tarima de madera rechinaba sin excepción alguna a los pasos que circulaban sobre ella. Un pequeño techo con una que otra teja era cubierta por una vieja enredadera a punto de florecer, que al mismo tiempo escondía un banco de plaza que habían colocado allí hacía quién sabe cuánto tiempo.
Al llegar, esperé ocupando el banco mientras hamacaba los pies contando y recontando durmientes, y pensando de vez en cuando, poder obtener un asiento junto a la ventana ya en el interior del tranvía. De pronto, una sorpresiva bocina interrumpía la calma en aquel prado y de un momento a otro ya podía gozar de dicho asiento de mi preferencia. No era difícil conseguirlo ya que a tal hora del día pocos pasajeros abordaban el transporte a la ciudad, pero uno llamó particularmente mi atención.
Un muchacho como no había visto, de buen porte, mirada diáfana y algo enigmático. Si se lo observaba detenidamente denotaba no tener rumbo fijo. Bajaba y subía en distintas estaciones optando siempre por el mismo tren, y muchas veces al mirarlo intentaba descifrar algún patrón oculto en la inmensidad de paradas en que tal muchacho descendía con el pasar de las jornadas.
Lo había observado durante varias semanas, meses tal vez, y al momento en que las vías se abrían paso en una pequeña villa bajaba en alguna que otra estación, y con su boina en mano se adentraba en alguna casa que de camino le llamaba la atención desde el interior de los vagones, siendo eso suficiente para precipitarse a abandonar el tren y dirigirse a aquel lugar.
Arribaba e ingresaba a la casa sin esperar que la puerta se le abriera. Así varias ocasiones lo vi bajando y entrando en algún edificio y nunca se sabría a cuál entraría al día siguiente puesto que algunos eran muy diferentes a lo que sus ojos manifestaban de él mismo.
Con el correr de los días siguió con esa extraña rutina, mientras que una casa, que logré ver no de casualidad alguno de mis viajes, se alzaba en una esquina oculta por la cascada de un sauce. No era deslumbrante, pero los detalles de cada uno de sus recovecos la hacían, a mi parecer, magnífica. Cada piedra de sus paredes dejaba ver un tinte algo arcaico, de imperfecciones arregladas con el esfuerzo de las propias manos, hogar de historias mil y una vez contadas, y de leyendas increíblemente acontecidas. Aquel muchacho parecía pertenecer de algún modo a ese hogar, o ese hogar a aquel muchacho.
Hasta que un día en un recorrido pude darme cuenta de que se percató, no de casualidad, de la presencia de dicha casa, aquella en la esquina. Por primera vez vi encendido el fuego del farol fuera de la casa. Entonces bajé para ver qué sucedería.
Dirigiose él con decisión a la puerta repujada y al intentar entrar como siempre hacía no pudo, algo fallaba, intentaba e intentaba, pero todo esfuerzo era en vano. Fue entonces que me percaté a lo lejos de que el picaporte de la puerta no estaba, había sido retirado, o quizás nunca tuvo. Por más que el muchacho llamó y llamó implorando adentrarse en aquel lugar, que denominó fugazmente hogar mientras suplicaba, ningún sonido se escuchó, nada se movió, nada se abrió. Posiblemente ya era tarde.
Al verlo resignado corrí a tomar el siguiente tren para continuar mi camino, mientras observaba ya dentro de él cómo el muchacho se rendía ante el pórtico de aquella casa. Luego de aquel día nunca volví a verlo, no sé qué fue de él.
Nunca lo volví a encontrar caminando por la villa, ni en los asientos del tren de las tres en la tarde. Ese día de primavera fue el adiós, fue la despedida de aquella extraña práctica, de aquellos viajes, de su presencia recorriendo y entrando en cada casa, de aquel muchacho. Cuando no pudo entrar en la mística casa se dio por rendido, no era cualquier casa. Pocos lugares y pocas cosas hay cuyas puertas se abren desde dentro, comprendió en su resignación que aquella no era cualquier casa.
Algo murió desde entonces en aquel valle, en aquella villa; pero algo aún mayor había emergido colmando cada rincón de la región y del legendario hogar.

Tal vez fue esa despedida, quizás fue ese adiós.

3 comentarios:

  1. Mi enigmático y muy estimado amigo mosquetero:
    Debo confesarle que su pluma cautivó mi atención desde el principio hasta el fin. Hacía tiempo no leía una bella narración, bien escrita, simple, y que deje al lector experimentar la misma paz con la que nuestro personaje vivencia esta curiosa historia. Es por esto, que le agradezco y lo felicito.
    Por otra parte, no puedo dejar de mencionar que nuestro misterioso nómade me genera mucha intriga. ¿Es que acaso esconde su escrito una simbología que mi inteligencia no logra entender? ¿O alguna experiencia que usted no ha querido develar, sino a sus íntimos? Cosas como estas me pregunto, mas, no me corresponde oír su respuesta a mi instinto curioso. Con su pluma, y la belleza narrativa me bastó para deleitar mi alma.
    Lo saluda desde el Dragón Verde,
    Don Virula

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  2. Bello escrito el suyo, mi señor soldado francés, me causa intriga saber si dichas lineas son producto de su inmaginacion o causa de una visión real, o si, por el contrario,se trata de (como bien dice don Virula) una simbologia que ha de enseñarnos.
    De todos modos felicito su tan bella forma de escribir y espero ver mas textos como ese.

    Suyo desde el Mar Desconocido
    El Corsario Negro

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  3. Entrañable D´Artagnan,

    Muchos han buscado en su escrito algún mensaje. Y no lo han hallado. Y por eso se han sentido molestos, o tal vez, ofendidos... su lógica se ha resentido.
    Por mi parte me he inclinado a defender su escrito en cuanto a que, quizás, no contenga ningún mensaje propiamente, sino sencillamente se trata de una oblación literaria a la belleza. Se dedicó a pintar algo bello, sin necesidad de transmitir algo. O la transmisión de ese algo -que haga bien, que sea verdadero- está en el mismo medio de transmición, en la forma, y es eso lo vale: la recreación y el solaz del alma.
    ¡Ay, que a veces somos tan racionalistas! Pero ojo, que por ahí me estoy equivocando, y hay en su entrada un secreto a compartir. Y no vemos a dónde va, por miopía.
    Como sea, no viene mal que aporte esto porque es así. Ha pasado y pasa, de quemarse la cabeza tratando de descubrir cosas que no existen, o arribar a verdades que el autor no las pensó.
    En fin, bello su escrito. Me gustó.

    Mi saludo cortés,
    Don Hilario.

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