por D´Artagnan el Sibilino.
Los cascos del corcel golpeaban rápidamente la tierra del sendero que comenzaba a humedecerse con el correr de los minutos. Con prisa se abría paso entre las ramas de los vastos árboles que comenzaban a perder su frondosidad debido a las estaciones que se avecinaban. A esas horas y a tal velocidad, el espesor de la nocturna oscuridad que dibujaba espectros y terroríficas sombras, provocaba que el camino marcado por el paso de carretas y caballos fuera casi tan peligroso como aquellas tempestades en altamar a las que el joven D'Artagnan el Sibilino había sobrevivido.
Sólo algún destello de la menguante, que se escurría entre las ramas y hojas, permitía dilucidar la escena: el Sibilino en su armadura cabalgaba como quien es perseguido hacia el corazón solitario del bosque con la rojiza capa sobre sus narices para que el petricor transportado por la gélida ventisca no enfriara sus entusiasmos.
Su mirada fija y decidida en el camino reflejaba la importancia de ese trayecto. No hacía muchas horas atrás, en sus tierras, había recibido de manos de un mensajero un curioso rollo de pergamino, de aquellos que se recibían en contadas ocasiones. Adivinando lo que trataba, lo desenrolló de inmediato leyendo nada más y nada menos que: Concilium. Así fue como se había dirigido a la caballeriza a ensillar su caballo predilecto, y ya a esa altura de la noche arribaba a su destino.
En el centro de aquel bosque se alzaba igual de imponente que de ancho un ombú, tan arcaico que incluso -relataban los cazadores- poseía los mismos años que el anciano Matusalén al engendrar a Lamec. A sus pies una pequeña puerta tallada esperaba para que el Sibilino ingresara en el escondite resguardado por el árbol.
Al entrar, y como lo suponía, se hallaba sentado a la mesa el pequeño Pippin quien observaba las historias que el Tácito Bernardo soplaba con el humo de su larga pipa. Al fondo, el Hombre del Sillón, muchacho todavía, elegía minuciosamente algún néctar con que entrar en calor. Cuando se percataron de la presencia del nuevo personaje se abrazaron y palmearon espaldas como si no se hubieran visto en años para luego ocupar cada uno su asiento designado en la asamblea.
Las risas y anécdotas de cada uno eran escuchadas por las paredes del árbol que, al mismo tiempo, sostenían lámparas de aceite y estantes con botellas repletas de alguna bebida mítica.
-¡No puedo evitar sorprenderme! -gritó Don Pippin levantándose del asiento-, o lo que es peor, ¡me estoy acostumbrando!
El Sillonezco rió sonoramente con su carcajada característica.
-Explícate hombre- alentó Bernardo entre risas.
-Ese es el punto, caro Tácito, la incoherencia de los caballeros de mi región es inexplicable. Me refiero, no concibo tal actitud, y al mismo tiempo, es tan común que temo que llegue la edad de volverme uno de ellos.
-En los parajes que continúan a mi feudo no es de extrañar tal actitud- comprendió el moreno Hombre del Sillón tomando un sorbo-. Hay cantidad de historias que podría contaros al respecto que no alcanzarían estas mismas estrellas para acompañaros.
Uniéndose a la actividad que entretenía a Bernardo con su pipa, D'Artagnan preguntó meditabundo:
-¿A qué se debe tu escándalo, Pita Poe? ¿Acaso ha sucedido algo en particular que ha ido despertando tal sorpresa?
-¡Sybillinus!, ya son tantas las reiteradas veces que veo a caballeros que proclaman nobles deseos actuar como si no los tuvieran, cantar por ideales damas y no hacer nada cuando ven una de ellas...
-Gritar blancas victorias y pelear con las manos sucias- agregó Bernardo participando de su frustración.
-Aun así, lo que más me preocupa es que hombres de nuestros cuarteles se comporten de tal manera- dijo el del Sillón.
Luego de un breve silencio, D'Artagnan se animó a adivinar con su mirada las señales que cada uno emitiría luego de su siguiente acotación:
-Pero los caballeros que nombran no son tan culpables -todos lo observaron fijo-, es más, nosotros somos un poco culpables al respecto. Los ojos de cada uno se abrieron de par en par mientras Don Pippin revisaba que lo que D'Artagnan acababa de beber no estuviese en mal estado.
-Es un tema de mucha cabida el que trajo a la mesa, Pippin, pero permítanme desplegar una de sus facetas, aunque es más bien un detalle lo que intentaré tratar desde mi ignorancia. -Y dirigiéndose al Tácito, lo interroga apasionadamente- ¿Qué buscamos los hombres, los caballeros?, dime Bernardo.
-Gloria.
-Honor, Amor- agregó el moreno.
-¿Y por qué lo buscamos?
-Naturalmente lo que se busca es de lo que se carece.
-¿Naturalmente todos lo buscan?
-Cuerdos y no tan cuerdos.
-¿Y por qué carecemos de ello?
-Causa última; el pecado.
-A eso voy, estimados - el Sibilino tomó un sorbo para continuar-, no pretendo justificar tales actitudes con esta minúscula parte del misterio que pienso abordar, pero sí que comprendamos unas cosas...
El crepitar del fuego en la chimenea fue lo único que se escuchó entonces.
-No es de extrañar que nosotros como armados caballeros tengamos en la mira tales ideales, pero algo inevitable es nuestra tendencia a hacer lo contrario, ¿o acaso no recordáis cuando estudiábamos en la Academia el Conflicto de las Voluntades del maestro San Agustín?
Rieron al recordar tiempos en que eran unos mozuelos.
-Ahora bien- continuó D'Artagnan-, ahí está lo heroico del santo: hacer lo que naturalmente es propio del hombre; hacer lo justo, lo noble, lo recto. No estamos exentos de caídas, pero lo preocupante es persistir en la hipocresía de la que ustedes hablan, y no corregirse e intentar revertir el daño causado.
-Concuerdo, Sibilino- acotó Pippin-, lo podéis ver incluso en la Magdalena.
-Exactamente, Don Pippin, culpa tienen de su error pero no podemos proclamarlos hipócritas cuando no conocemos sus intenciones, cuando no conocemos si ese error antes que hundir fue catapulta para elevarse aún más alto- resolvió el Sillonezco.
-Ahora la culpa que tenemos nosotros- continuó D'Artagnan el Sibilino- es la de idealizar a cada uno de estos caballeros, y del mismo modo juzgar de antemano. Insisto, no es lo mismo que tener un ideal de personificación en cuanto a caballero; sino pretender que algún caballero con su nombre de pila en específico actuará como nosotros esperamos en todo momento y lugar, cuando verdaderamente nosotros ni siquiera sabemos si seremos tan fuertes como pretendemos que tal o cual lo sea al momento de la tentación.
-Déjame esclarecer tu punto con una analogía, Don Sybillinus- habló Bernardo-. Sería como los mismos judíos cuando esperaban a su Mesías glorioso y le pidieron que al menos bajara de la Cruz por sí mismo, y no lo hizo aunque hubiese podido. Todos se formaron una expectativa errónea de Mesías.
-En parte acertado, oh Tácito. A lo que D'Artagnan quiere llegar, a mi parecer, es que idealizamos tanto a las personas y esperamos tanto de ellas que cuando no actúan como imaginamos nuestra decepción es tan grande que corremos a llamarlos acusadoramente "hipócritas". Ni nosotros somos libres de pecado ni conocemos si merecen tal calificativo aunque sean dueños de su error. -Y concluyendo el Hombre del Sillón, remata- Aunque algunos pueden llegar a ser hipócritas verdaderamente debemos ser conscientes de nuestra propia debilidad en cuanto hombres.
-De ese modo hay que procurar ser tan hombres como proclamamos y ayudar a que ellos también lo sean -comentaba Pippin-. Quien se levanta es santo, quien permanece en la caída es un hipócrita en cuanto a los hombres de los que hablamos, que se jactan de hacer lo contrario.
-Así es, no podemos negar la miseria del hombre que no cesa de caer; pero hay una abismal diferencia con quien dice y hace para con quien no. Así como quienes atribuyen apresuradamente y juzgan de antemano, y quienes hablan con prudencia- murmuró Bernardo.
-Es por ello que la gloria, el honor, incluso la santidad del bueno reposa en la propia conciencia, y no en la boca de los demás. ¿Qué sería de nosotros de no ser así? ¿Qué sería de nosotros sin la Misericordia? -finalizó D'Artagnan.
-Así se habla, Sibilino- dijo Pippin entusiasmado-. ¡Que nuestras obras se identifiquen con los más altos anhelos de nuestra conciencia!
Había comenzado a llover y el golpeteo de las gotas retumbaba en el interior del tronco hecho habitación. Todos rieron a mandíbula batiente mientras apuraban las heces de sus copas; después dispusieron sus capas y alforjas para partir. Mientras los tres amigos agradecían a D'Artagnan por la convocatoria, fue que sobrevino la confusión y el suspenso.
-¡Yo no envié los mensajes!- exclamó por fin el Sibilino intentando encontrar respuesta alguna.
En ese instante la puerta se abrió de súbito, al momento en que el sonido estridente de un relámpago irrumpía en cada rincón de la guarida. Las lámparas se apagaron por la brisa huidiza y agresiva, pero la luz de las brasas iluminó aquel rostro; semblante inconfundible. La figura imponente se acercó a la mesa, y los aspectos de miedo y susto de los muchachos se transformaron en ansia e intriga. En ese momento comprendieron quién los había reunido, mas el propósito les era aún desconocido.
El hombre encapuchado sobre su cota de malla se sentó en el lugar desocupado, y echando para atrás su capa amarronada, posó los ojos llenos de profundidad como de picardía, en todos y cada uno. Sonrió, y por fin vociferó:
-¡Nobles muchachos, ya es hora de salir de la oscuridad!
Y golpeando fuertemente la mesa, se le ofreció un trago rebosante.
¡Fenomenal entrada, querido Sibilino! Gran manera de presentarse a usted y sus compañeros; espero con ansias que continúe deleitándonos con su pluma, y del mismo modo espero que nosotros lleguemos a ser esos caballeros nobles que hagan honor a su Patria y que en fin... ¡sean verdaderos caballeros! Lo aliento a usted, al Hombre del sillón y a Bernardo a que sigamos esforzándonos en esta gran tarea que se nos ha encomendado. Le mando un afectuoso abrazo.
ResponderEliminarD.P
¡Oh, sibilo mosquetero, que inesperadamente arribas a esta morada de Gallardos...! Mi salud y bienvenida a Usted, monsieur DÁrtagnan, que desenvaina así su espada mostrando la agudeza de su doble filo y el brillo de su doble hoja.
ResponderEliminarParecería entrever en su entrada inicial -triunfal- una protesta actual que surge de un corazón apasionado y noble, aunque no me atrevo a decir caballeresco. Hete aquí que un caballero nunca idealiza a otro caballero de carne y hueso. Cuentan las crónicas de antaño y las leyendas antiguas, medievales, que el caballero andante ciertamente era todo un idealista. Idealizaba el amor, la cortesía, la guerra justa, el pundonor, la patria, la cruz... Incluso el mismo ideal de caballería, pero jamás a un hombre caballero. Esto sería impropio de un... por ejemplo, de un mosquetero. Éste, trovador, espadachín y hasta filosofo, lo que sí idealizaría -con ganas, con brío, con pasión- es a una mujer... a una de carne y hueso -Milady de Winter, Dulcinea del Toboso, la Dama artúrica, Oriana, Galadriel, Laura Paradiso...- y también a la mujer en su ideal. En este caso el caballero idealiza el ideal y lo real concreto. Como la mujer idealiza la caballerosidad y al caballero aquel, guapo, valiente y cortés. Pero este pensamiento es peregrino... Yendo al fondo del texto mismo, vaya que dice unas cuantas verdades a quemarropa, como quien dice, como para que cada lector guerrero sepa cuándo levantar el escudo o cuándo cruzar la espada para que se haga la luz chispeante y venturosa.
No le afloje a ese trote raudo, ni a esa vela nocturna entre fieles amigos ni a sus concilios.
Bueno es tenerle por aquí, caro Sibilo, el de la pluma filosa y el de la espada con tinta.
A su merced,
Cyrano de Bergerac~
PS: Me preguntaba quién sería el último sujeto de "capa amarronada"...