La quietud imperaba. No una quietud asfixiante y silenciosa, presagiadora de peligros. Sino una quietud ebullente de vida, de gorjeos de alados animalillos, del susurro de los sauces, del murmullo del arroyo.
-Qué tardecita más linda, ¿eh?
-Si… la verdad que si…
-Pero, ¿por qué llora, compadre?
-Es que… esto me supera, don Hilario.
-Entiendo.
-¿Entiende? –dijo ahogado don Pelayo.
-Si. Me pasa lo mismo.
-Pero no es sólo un llanto ante lo bello, creo que es más, mucho más. Se me agolpan una cantidad de cosas en el corazón que hacen que broten cascadas de mis ojos.
-¿A qué se refiere, Emigrante?
-No sé cómo expresarme. Tengo una sensación de inmerecimiento de los tantos dones del Señor recibidos, de tantas cosas que se nos han dado. La fe recta que hemos recibido, la Patria tan providente que tenemos, los amigos magnánimos, y tantas otras cosas que ya sabe usted que hemos recibido por gracia de Dios. Y los siento inmerecidos porque, a pesar de la bondad del Señor, ¡sigo pecando, don Hilario! –gritó ahogado en sus lágrimas.
Temblaba don Pelayo, sacudido por sus respiros llorosos. A don Hilario se le pusieron los ojos como vidriosos. Pero miró al horizonte para disimular.
-¿Qué querrá el Altísimo de nosotros, querido amigo?
-¿De los Gallardos? No sé bien, don Hilario, pero algo grande, muy grande. Seguro. El habernos colocado en Argentina, en Mendoza en concreto, con ese ambiente tan propicio de familias católicas, de amigos fieles y rectos… es signo de que algo grande quiere que carguemos por Él. Digo, con Él, perdón. Pero me da temor, somos frágiles y pecadores. A veces siento la tentación de desear haber tenido una fe y formación más sencillas, con menos responsabilidades, porque tengo miedo a fracasar y no dar la talla.
-Es cierto. Pero me refiero a usted y a mí.
-Bueno, usted lo tiene más claro, ¿no?
En ese instante brilló una espinita dorada en el pecho del de Jesús. Y frunció el ceño tapándose el corazón.
-Perdón. Es cierto que no está tan claro.
-Yo no sé qué querrá el Señor de mí, don Pelayo.
-Bueno, no sabemos lo que querrá, pero sabemos lo que quiere ahora. Sufra en silencio esa cruz, amigo. Yo, si pudiera, me ofrecería de cireneo para ayudarlo.
-Puede.
-¿Cómo?
-Haga propio mi dolor, rece por mí. Y sea santo, sobre todo eso. Siendo santo me ayudará no sólo a mí, sino al resto de Gallardos, y a toda la Argentina. No piense que por estar lejos, no puede honrar a su Patria, compadre. La mayor honra para la Argentina es concebir en su seno hombres santos.
Don Pelayo hundió su cara en sus manos.
-No puedo. Lo quiero y anhelo con todo mi corazón, pero no tengo fuerzas, soy demasiado frágil.
-No es usted quien debe tener la fuerza. Nunca la tendrá. Implórele al Señor que lo asista y que derrame sobre usted sus gracias. Él todo lo puede. Nada hay imposible para Dios, pero déjelo obrar.
-Es cierto. ¿Ve? Soy un auténtico ruin, despreciando la gracia del Señor pretendiendo librar este combate con mis fuerzas. Soy muy pecador, don Hilario. No se imagina cuánto.
-Es bueno que esté en ese momento.
-¿En cuál?
-Lo llamo el parto espiritual. Vivimos en el seno de Dios, protegidos y alimentados por Él. En ese momento uno es feliz, mucho. Vive en gracia y contacto directo con el Señor. Hasta que Dios nos expulsa de su seno, no por despreciarnos, sino porque tenemos que seguir creciendo y perfeccionándonos. En ese momento no podemos respirar por un rato, breve pero duro. No podemos respirar hasta que rompemos en llanto implorante. Y ahí el Señor nos permite respirar. Como se dice, Dios aprieta pero no ahoga. Aprieta para que imploremos. Implore usted don Pelayo. Sea fiel al Señor.
No hubo respuesta. Don Pelayo tenía la mirada perdida. Mucho dolor sufrido en esos años pasaban por su corazón. Y todo cobraba sentido.
-¡Qué grande es el Señor!
Permanecieron en silencio. El vientito les pegaba en la frente. El sol se ponía rojo.
-¿Y usted? ¿Qué quiere el Señor de usted? –preguntó don Hilario sin quitar la mirada del sol poniente.
Callaron las aves, calló el viento y los sauces. Y calló también don Pelayo.
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E. N.
Estimado Don Pelayo, creo que este breve y hermoso escrito da mucho que pensar y sopesar, espero sea para el resto de los gallardos tan fructífero como para mi. Aquel silencio nostálgico habrá de esbozar respuesta. Desde su añorada Ítaca, lo acompaño con la oración. Zaqueus
ResponderEliminar(I) Entrañable Don Pelayo;
ResponderEliminarSu "Llanto implorante", cual lanza afilada, atraviesa varios temas realmente caros a esta bitácora: el dolor, la vocación, la gratitud, la miseria propia, entre otros. Se me ocurre al galope que siempre es bueno saberse pecador, y reconocer la hondura y anchura de nuestra miseria. No obstante, es bueno aceptar esto, asimilarlo, con sencillez. No hace falta pregonar a los cuatro vientos nuestros pecados y debilidades. Claro que no este el caso presente ya que se trata de una charla íntima y profundamente amical/fraternal. Pero incluso entre amigos gallardos puede existir el riesgo de poner énfasis en el propio mal, y así -sin darnos cuenta- terminar hablando de uno; y también, se termina devaluando la gravedad que hay en afirmar con "pondus": soy pecador, soy malo. La SENCILLEZ resguarda la frescura de la verdad que existe en cada realidad humana, en cada acontecimiento, en cada vivencia, sea ésta positiva o negativa, feliz o triste, grandiosa o vulgar.
En cuanto al tópico de la vocación, ¡vaya si es evocador, caro Emigrante! Justo hoy meditaba sobre el texto evangélico del joven rico. Y creo que en sendos versículos puede estar la clave -luego de largas "ruminatios"- de la vocación. El del Maestro bien podría ser nuestro corazón. Esto, y solamente esto le interesa al Señor. Entonces nuestros talentos, nuestros dones, nuestras innumerables gracias se aquietan y se acomodan ante semejante verdad: Dios todo esto nos lo regala con divino derroche y nosotros -vuelve el tema del párrafo anterior- hemos de recibirlo con sencillez, como lo hizo Nuestra Señora. Ahora bien, la inquietud vocacional que todos tenemos -o deberíamos tener- no está tanto en cómo concretizo mi camino para salvarme o para ser santo. Sino, simplemente, en darle el corazón al Dueño de nuestro corazón. Y en este sentido -sentido evangélico, si me apuran-, a todos incumbe la cuestión difícil de la vocación. ¿Acaso se han preguntado quiénes son los que se cuestionan seriamente el tema de la vocación? ¿Acaso han indagado casi detestivescamente la causa o la motivación de dicha búsqueda vocacional? ¿Se trata sólo de los que van a seguir la vida religiosa en algún instituto? ¿O se trata más bien de los que quieren ardientemente ver la Cara de Dios en este destierro, y saben que para conseguir eso hay que dar el corazón para recibir la Santa Trinidad, o como decían los Padres del Yermo "dar la sangre para recibir el Espíritu"? El tema de la vocación es palpitante y, al mismo tiempo, frecuentemente mal encarado. La vocación la padecen los que buscan al Amado como la Esposa del Cantar. La realidad de la vocación se sufre hasta la muerte, pues no se trata -exclusivamente, al menos- de llevar un hábito sagrado o un anillo esponsalicio en la mano, de ser intelectual o de ser artesano. Se trata de dejar que Jesús tome mi corazón porque es de Él... ¡Es el corazón, estúpido!
(II) La gratitud, por otra parte, es hija de la sencillez -casi que debería titular este comentario con el término: "sencillez". El sencillo -léase también el: humilde, simple, fresco, blando, manso, natural- recibe todo con paz, felicidad y dulce espontaneidad, lo que hace que luego no le cueste dar gracias incansablemente por todo lo inmerecido que recibe. El sencillo no se traba, no entra en crisis, no se confunde cuando recibe tantísimas cosas puesto que sabe su pobreza y la, digámoslo así, la lógica celeste de que nada tiene y todo lo recibe de lo Alto, de Arriba. Por eso gratuidad hace alusión también a "facilidad" a la hora del hacimiento de gracias, y vive en este registro todo el tiempo "fácilmente". De allí su bienaventuranza.
ResponderEliminarCiertamente que es un equilibrio, un arte el tener presentes la realidad de la Bondad del único Bueno (como también leíamos en el Evangelio de hoy), a la par que nuestra bruta miseria. Esto pienso que se aprende y se vive en una oración de quietud cara a cara con Jesús, Hijo de Dios. En ese del encuentro experimentamos nuestra contingencia absoluta, y así brota el agradecimiento a borbotes, que pueden venir con lágrimas dulces o amargas. Aunque siempre el final ha de ser feliz -¡eucatátrofe!- en toda oración, como la Liturgia nos enseña -y dicho sea de paso es Ella el modelo de toda oración cristiana. La oración -la vida entera- finaliza en Sus ojos, amando, creyendo, esperando...
Bueno, Pelayo, esto más que un comentario es un artículo. Aunque los Antiguos solían comentar con libros...jeje
Así las cosas, mi amigo, le mando un abrazo zambero.
Suyo, Mr. Pale+