El reloj marcaba las 1900 horas. Don Virula manejaba temeroso y a gran velocidad su auto anfibio color verde oscuro; era este un coche leal que poseía desde antaño, alargado y de baja estatura, que en su piel se reflejaban las heridas recibidas en grandes batallas. Su nombre, era sencillamente "el coco" dado a su similar con el reptil que se destina para las billeteras. Ventanilla baja, por donde escapaba presuroso el humo de un clásico chesterfield, y como era de costumbre, la ceniza volaba yendo a decorar el viejo tapizado del vehículo. En la radio sonaba "Avenida las Camelias", una de las marchas favoritas de nuestro conductor.
Iba rumbo al norte, esquivando autos en la costanera, mientras de reojo veía las centelleantes aguas doradas del río. Atravesando el área fundacional, se sumergió en las tenebrosas tierras oscuras, donde no llega la luz del mediodía... ni el gas, ni las cloacas, y el agua está contaminada. Mas esto no lo amedrentaba, pues ese día iría a ver a un gran amigo. El Sargento Conner era morocho, y tenía una estatura similar a la de un abeto, brazos fornidos, semblante duro, cejas espesas y mirada cruel. Le faltaban tres dedos que había perdido en la segunda guerra mundial, a causa de las esquirlas de una granada aliada que cayó en su trinchera. Tenía también un pie de palo, que obtuvo luego de que defendiera el monte Dos Hermanas, y la cicatriz de una puñalada que había recibido en La Tablada. Toda su figura, atemorizaría a cualquier ciudadano. Ahora estaba retirado, y por las mañanas manejaba un taxi y por las tardes era curandero de mascotas. Así se ganaba el pan, como tristemente lo hacen muchos de nuestros veteranos de guerra. La Patria recompensaba una vez más a sus mayores enamorados. Sin embargo, este oficial, por más malo que aparentara, tenía el corazón blando por las vicisitudes. Bastaba oír el tono de su aguda voz para perder cualquier miedo. Era alegre y triste a la vez, fuerte y tierno, y podía amar a los suyos con la misma intensidad con la que disparara una ametralladora. Pasaba mucho tiempo en soledad, costumbre que había obtenido a causa de la prisión domiciliaria años atrás. Y recordaba en su guarida aquello que tanto le inflaba el pecho. Sin embargo, a la hora de compartir con sus amigos, se gozaba, y no andaba quejándose o reclamando los honores que debería tener. Sabía exactamente hasta donde llegaba su amor a la Patria, y parte de su secreta gloria, era que iba a seguir amándola sin recibir nada a cambio.
(Sargento Conner arresta a tres marines británicos)
Por fin llegó Don Virula al portal de su modesto cuartel, y golpeó la puerta. Casi no había terminado de golpear, cuando bruscamente se abrió y la mole oscura del sargento, firme y digno, saludó primero con la mano rígida en la sien, y luego se la estrechó fuertemente a su amigo (que le dolió).
-Adelanteeee camarada- dijo, estirando la "e", pues aún hablaba como si estuviera arengando la tropa, y siguió:
- Son las 1925 horas, cinco minutos después de lo acordadoooo, pensé que no iba a venir-
- ¿Cómo le va Sargento Conner? Por supuesto que vine- respondió, y atravesando el umbral, salió a una salita pequeña compuesta por dos sillones, una mesa redonda con un cenicero y una ginebra, y por último, dos veladores que colgaban de la pared. La sala estaba en penumbras y las cortinas cerradas, flotaba humo de cigarrillo en el ambiente. Sin perder tiempo, el flaco abrió las cortinas y la ventana, y se sentó, Conner se encandiló un poco, pero aceptó la decisión de su invitado.
-¿Sigue sin tomar Ginebra Don Virula?- Preguntó, a lo que respondió:
- Si, whisky por favor-
El morro y el palillo comenzaron a platicar enérgicamente, y como siempre sucedía, terminaron hablando de la milicia, las tradiciones de caballería y los años dorados del ejército que no volverán. Hasta que al fin, Don Virula, que conocía al milico, le preguntó:
- Mi Sargento, lo noto preocupado, e intuyo que no me escribió por código morse por el simple hecho de conversar un rato-.
El grandote, mirando por la ventana, de pié y bien rígido, respondió:
- Claro que no cadete, claro que noooo - y haciendo una pausa, como quien toma valor, prosiguió:
- Lo he convocado al cuartel, a las 1920 horas, para hacerle una entrega de honor- Dijo, y calló.
El flaco, se quedó tieso. En sus años había visto al Sargento tan conmovido, que no volvía la vista para que no se vieran sus lágrimas. Pero esperó a que el veterano pudiera continuar con su discurso. Finalmente con la voz semi quebrada y casi gritando, dijo:
- Como podrá ver cadeteee, en estas paredes tan queridas, se encuentran los recuerdos de mi mocedad, cuando aún no perdía el vigor ni la puntería. Todos estos trofeos conservo con orgullo. Pero llega la hora, en que el hombre debe abandonar incluso sus apegos más queridos, para seguir curtiendo el alma. Es por eso, que lo he elegido a usted, dado a que la fuerza y el honor, aún no abandonan su espíritu. Procederé en este mismo instante, sin titubear, a entregarle mi más preciado don-
Sacando una caja grande de madera envuelta en una bandera argentina, Conner miró esta vez fijo a los ojos al huesudo. Con movimientos marciales, abrió la tapa, y sacó de allí una vieja campera militar.
Fue en ese instante que Don Virula comprendió lo que significaba todo y el grado del valor del regalo que le hacían. Sin dudar, se puso de rodillas y abrió los brazos. Entonces, sintió como era abrigado por el sargento. Aquella campera verde, lucía en su etiqueta el 1982 de su fabricación, y aún tenía olor a pólvora.
Lo último que se oyó decir esa tarde fue "Que este símbolo me lleve a una muerte gloriosa"
Don Virulana de Los Gamos
¡Vaya regalo, Cabo Virula! Usted sí que es un afortunado. Ojalá cuide dicho obsequio sentido con todo su íntimo ser...
ResponderEliminarQuedo a la espera ansiosa de un comentario de ese Sargento Coner,
Mi saludo marcial,
Mr. Salvaje-