
Fue arduo el trabajo, y duró más de lo previsto, muchos
habían ido a ayudar a reconstruir aquellas casas. Los hombres trabajaban,
mientras las mujeres les acercaban agua fresca, e iban preparando comida
abundante, un buen locro, pues habían de reponer fuerzas esos varones sudorosos
por el trabajo. El Hidalgo descansaba de cuando en cuando, pues no estaba para
esos trotes, pero don Camilo… Don Camilo lideraba con energía al grupo de
trabajadores, trabajando él el primero y dando ejemplo. Todos se sentían
invadidos por el entusiasmo que traía consigo Don Camilo. Dialisandro, sin
embargo, ayudaba pero no con el vigor de Don Camilo. Las mozas del pueblo eran
las encargadas del agua, así refrescaban a los trabajadores y les alegraban la vista,
pues cada una era más grácil que la otra. Cantaban unas canciones, supongo que
serían de Ramona Galarza, no oí bien, pero llenaban con su voz límpida el
ambiente del pueblo. Así, había gran alegría en ese pueblo, se había formado
espontáneamente un entorno cálido y tradicional. Todos disfrutaban con su
labor, y se esmeraban en llevarla a cabo con presteza y perfección, pero con
algazara. Ciertamente fue bonito ver aquello.
Al volver a las casas, rendidos, descansaron en las hamacas,
en silencio. Pero no duró mucho, el silencio digo, pues Dialisandro propuso contar otra de sus
historias, a lo que no pudieron negarse los otros dos, por entender que era descortés. Fue larga, muy entretenida,
pero larga. Aprovecharon los anfitriones para sacar sus pipas, encender el tabaco
y beber algo de whisky. Serían las siete de la tarde, pronto atardecería. Al
acabar Dialisandro su amena historia, se pusieron todos en pie y, a propuesta del
invitado, acordaron bañarse, preparar la cena y acostarse, pues había sido un
día duro. Así hicieron, pues estaban destrozados físicamente. Sin embargo, por
más que estuvieran de acuerdo, don Camilo y el Hidalgo sentían en el centro del
corazón que otra vez perdían su rato de contemplación. Pero esto no se lo
dijeron el uno al otro.
Al ir a la habitación, don Camilo procuró esta vez cerrar la
puerta con llave y, presto, agarró el diccionario, buscó otra vez la letra “δ”,
pasó por encima la palabra que hubiera visto por la mañana, y llegó a otra que
le interesó más: “διαλύω: disolver, desatar, dispersar”, buscó con el dedo formas verbales
distintas de ese mismo verbo, y se le iluminaron los ojos al encontrar el futuro
“διαλύσω”. Dejó caer el diccionario y su mente empezó a hilar los hechos de ese
día y el anterior con historias oídas al cura del pueblo.
-Será posible… No creo que… Parece que sí… Debo asegurarme.
Inmediatamente salió de la habitación con su billetera, y
gritando dijo que iría al pueblo a comprar algo especial para esta cena, hubo
un silencio otorgador por parte de los otros dos. Así partió. Pero al llegar al
pueblo, fue directo a la casa parroquial. Golpeó fuerte. La enorme puerta de
madera de roble parecía enclenque frente a los azotes de su puño.
-¡Padre! ¡Abra! ¡Es urgente!
Se abrió la puerta desde dentro, y se vio un clérigo de
sotana, ancho en carnes, colocándose los lentes para mejor ver.
-¡Pero bueno, don Camilo! ¿A qué este escándalo? ¿Qué
ocurre? Pasa dentro, justo sacaba el vermut para antes de comer.
Adentro pasaron, y se sentaron, y bebieron, y charlaron, y
don Camilo le contó la situación, y callaron. Entonces habló el cura, quien
alguna vez había sido exorcista de facto, no de iure, pues a cien leguas a la redonda no había otro párroco que él, y él en persona se encargaba de exorcizar.
-¿Cómo no viniste antes, Camilo? Es una situación grave,
pero tendremos que estar seguros de que es así, no podemos presuponer nada.
Dices que Dialisandro significa hombre disperso, ¿verdad?
-Así es, eso significa.
-Y que vino de Chile, ¿no? –Volvió a preguntar el sacerdote.
-Así es, eso nos dijo.
-Entonces estoy casi seguro de que se trata del demonio de
la dispersión, un nuevo demonio que anda haciendo estragos por el mundo, por el
mundo moderno, pues antes los hombres no se dispersaban tanto. Su tarea es
simple: debe conseguir que no se haga la voluntad del Señor en las personas en
el momento adecuado. Para ello suele tentar a los más avanzados, no con pecados
burdos, sino con cosas buenas. Cosas buenas, pero que no “toca” hacer en ese
momento. Así, a los buenos estudiantes los tienta con pasar días en ayunas, con
hacer apostolado, con pasar largos ratos en la capilla, leer libros ajenos a la
materia de estudio. A los que hacen retiros, ignacianos o cualquier forma de
alejamiento del mundo para meditación, suele tentarlos con algo que no falla:
planificar futuros y magnánimos apostolados (en vez de meditar) y que, por supuesto, rara vez llegan a concretarse. Así, consigue este vil demonio impedir que el estudiante estudie, que el orante ore, que el trabajador trabaje, en definitiva, impide que los hombres hagan lo que Dios quiere que hagan en ese momento exacto de su vida. Es sutil y engañoso.
-Tiene usted razón… -respondió don Camilo cabizbajo- Creo
que ha buscado que el Hidalgo y yo no contemplemos ni las verdades naturales,
ni las sobrenaturales, ni la belleza de la creación. Y para ello nos embaucó
primero para rezar vocalmente hasta altas horas de la noche, para así no
madrugar y contemplar o rezar mentalmente, en segundo lugar nos embrujó para
hacer una obra de caridad, proponiendo hacerla justo en nuestro momento de estudio,
y ello nos produjo excesivo cansancio físico como para poder luego por la tarde
contemplar tranquilos la obra de nuestro Creador. Y pensaba que hacíamos bien…
-¡Anímate, hombre! Bien has hecho en acudir a mí, ahora me
invitarás a cenar a tu casa, y veremos qué podemos hacer.
Acto seguido, el sacerdote colocóse una estola por debajo de
la sotana, de forma que no se viera. Agarró un pequeño frasco de agua exorcizada,
y se colocó la boina negra, presto a salir.
Y allá que llegaron. El Quijote había vuelto a cocinar, pero
algo más simple esta vez: panceta ingente, huevos y papas fritas. Estaban ya
sentados a la mesa, cuando entraron don Camilo y el cura. Al entrar el clérigo
al salón de estar, donde comerían, Dialisandro palideció, pero intentó
disimular, no fuera una simple coincidencia. El Quijote, contento, añadió un
plato más, y un vaso con vino también.
Estando sentados los cuatro, bendijo el cura la mesa y
comenzaron a comer. Estuvieron largo rato charlando y comiendo, riendo también,
unos más que otros. Y lo que viene a continuación sucedió todo muy rápido,
intentaré explicarlo con detalle, pero presten atención:
El páter metió su mano en el bolsillo buscando el frasco, y lo descorchó, todo dentro del bolsillo. Con un movimiento rápido lo sacó y roció a Dialisandro con unas gotas. En ese momento exacto don Camilo tanteó su facón en la cintura, sin desenvainarlo. Dialisandro, al haber sido mojado con ese agua, gritó, pero gritó de forma muy estridente, algo parecido a los nazgûl, e inmediatamente comenzó a proferir palabras en una lengua extraña, y esto lo hizo con voz muy profunda y ronca, y mirando con ojos penetrantes hasta el alma al cura, no sabría describirlo bien, pero esa voz no era humana, eso seguro. Acto seguido, mientras el Quijote escupía su vino por la nariz al ser sorprendido por la sucesión imprevista de los hechos, don Camilo desenvainó su facón y lo clavó en la mesa, atravesando la mano de Dialisandro, dejando así la mano inmovilizada.
El padre se puso en pie, y en voz baja y en latín, librito
en una mano y agua exorcizada en la otra, profería una serie de oraciones para
expulsar aquel demonio. El Quijote, raudo, viendo la Tizona y la Colada
colgadas en el salón, se levantó para agarrar la primera. El endemoniado se
revolvía, y estuvo a punto de deshacerse de su mano perforada por el facón, de
no ser porque en dos segundos tenía la hoja del acero toledano rozando su
cuello por delante, pues el Manchego estaba detrás suyo, prendiéndolo del
cuero cabelludo con una mano, y sujetando la Tizona con la otra. Esto le
impidió moverse.
Parecía que el padre terminaba, porque ya profería mandatos,
y el último de ellos consistió en ordenar al inmundo demonio que saliera de ese
cuerpo. Y así lo hizo, huyó despavorido, y allá que fue a perseguirlo el Arcángel
san Miguel, lo pescó en Chile, refugio de muchos demonios, y desde allí lo
expulsó de este mundo a las fosas del infierno.
El que antes fuera Dialisandro estaba exhausto, su nariz
había reducido su tamaño a uno normal, uno menos judaizante. El padre se quedó
con él, y tras enterarse de que no estaba bautizado, lo bautizó de inmediato
con el nombre de Lisandro, que significa “hombre libre”. Lo educó en la fe y
amor a la Patria, hoy Lisandro es de los mejores y más aguerridos católicos,
todo un comando al servicio de Dios.
Don Quijote y don Camilo aprendieron la lección: “deja para
después lo que Dios no quiere que hagas ahora”. Y así, juntos, sumaron una
batalla en su haber, libertaron a Mendoza del demonio de la dispersión, y
pudieron seguir creciendo juntos en sensibilidad, sabiduría y gracia, merced a
la contemplación.
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El Emigrante Nostálgico