lunes, 26 de junio de 2017

Dulcinea


-Calma, por favor, don Quijote –decía don Virula con impaciencia. –Cálmate y cuéntame, ¿qué has visto?

El Hidalgo comenzó a sosegarse, aunque seguía temblando, pero ahora ya podía decir más de dos palabras sin que la respiración le interrumpiese, no por cansancio, sino por sobrecogimiento ante lo que acababa de ver. Entonces balbuceó precipitadamente:

-Ella es… He visto a un ángel… No, ¡a Dulcinea! ¡He visto a Dulcinea compadre! ¡Oh! Hubiérasla visto… ¡qué encanto!

Don Virula, serio y sujetando a su amigo hechizado por los hombros, lo zarandeó y gritó:

-¡Por favor! ¡Dime cómo era! No tienes ningún derecho a regodearte en tu deleite sin hacerme partícipe de lo que has visto. Descríbeme cómo era esa mujer que dices que es Dulcinea.

El Quijote volvió en sí y entendió que su amigo había dicho algo muy cierto, entonces comenzó a describir:

-Vestía falda hasta la pantorrilla, con vuelos. La camisa, blanca y muy sencilla, la llevaba por dentro. Un pañuelo color rosa llevaba, y un nudo simple por delante se avistaba. Coronando todo ello, se cubría con un manto. Por último, un clavel blanco su cabello adornaba haciéndola exquisitamente frágil y galana. Vestida así, parecía preparada como para dar un paseo a la sombra de los álamos. Pero bordaba.

-Como hermosa y bella cascada descendía su pelo, contorneando sus hombros, cubriendo su pañuelo. El pardo color de su cabello largo captaba la atención de los ufanos pétalos, el aroma de su pelo ondeando al viento, inclinaba al sauce, conmovía al firmamento. Lo llevaba del izquierdo lado, lo mecía con ternura; dejándolo caer por delante, flameando zigzagueante iba a parar a su cintura. Y cantaba.

-Oro líquido era su voz. La perfecta dulzura de su timbre y la cadencia exquisita de su acento provocaban el silencio de jilgueros y calandrias, que atentos se deleitaban en un canto muy superior al suyo. Sus palabras ahuyentaban las penas de cualquier oyente, tal era el sonido de su voz prudente. Ulises escucharía sin atarse al mástil la voz encantadora de esta flor fresca, pues no habría peligro, esa boca no dice más que cosas veras, esas cuerdas sólo tienen pureza e inocencia.

-Gentil señora… Es toda ella un vaso de perfume. Como la miel que se derrama, así es su gracia. A su paso altanero quedan los girasoles aturdidos, pues ven que hay dos soles y, confusos, deciden a ella estar sometidos. Es talmente una rosa. Es el espejo de toda la hermosura en este mundo habida. ¡Qué digo espejo! ¡Es la hermosura misma!, ¡yo por ella doy mi vida!

Con estas palabras hablaba el Quijote. Su buen amigo don Virula embelesado lo miraba. Se hizo el silencio contemplador.

Al rato habló el de los Gamos:

-Amigo mío, sin duda esa hermosa dama es Dulcinea. Deberías volver de inmediato, ante ella inclinarte y ofrecerle tu espada.

El Hidalgo, aun temblando, vio verdad en aquel consejo, y decidió seguirlo. No era tarea fácil declarar el amor incondicional a una dama, una cosa es planearlo, otra ejecutarlo; o como se suele decir, del dicho al hecho hay muchas leguas. Por ello decidió no planear nada, y dejarse inspirar por el Altísimo. Y allá que fue. Seguía con su canto la deliciosa dama, y los pájaros en la ventana habían ocupado el lugar desde el que el Quijote observara.

Con paso firme se dirigió hacia la puerta de madera rústica. Allí se detuvo, inmóvil, pues le partía el alma interrumpir tan angélico canto. Pero debía hacerlo, así que golpeó tres veces, el primero titubeante, el segundo y tercero con más vigor, pues ya no había vuelta atrás. Se hizo el silencio. Sentía la mirada de los pájaros y el enfado de los árboles, el peso del firmamento sobre su espalda por haber acabado con la dicha que regocijaba a la creación entera. Pero volvió a golpear tres veces. Entonces se oyó desde dentro:

-¿Si?

A lo que el Quijote respondió con el corazón galopante y la voz temblorosa:

-Disculpe mi grácil señora, me llamo don Quijote, vengo de la Mancha, soy caballero, y me preguntaba si podía pasar y tener unas palabras con usted, si es de su agrado y no es inconveniente.

Después de unos segundos se oyó:

-Por supuesto, pase adentro noble caballero, la puerta está abierta.

El Quijote abrió la puerta y se dispuso a entrar, pero volvió a paralizarse al ver en persona a aquella señorita, sin cristal de por medio. Quedóse un rato sin poder hablar, quieto, contemplando. Aquella mujer tenía la piel de canela, fruto de largas y enamoradas miradas que el sol le profería día tras día. Tersa y suave era su mejilla. Sus pies la hamacaban como danzando, sus brazos delicados se agitaban bordando. Tenía grandes y verdes ojos entornados. Sus pestañas como pinceles se movían grácilmente al mirar trémulamente al varón que la observaba. Se sonrojaba.

Al ver a la dama en apuros, el Hidalgo reaccionó y dijo:

-Dulce señora, ¿es acaso usted una princesa prisionera de un dragón en este castillo encantado?

La doncella más se ruborizó, e inclinó la mirada hacia abajo, con una sonrisa tímida. El Quijote se maldijo por su torpeza en las palabras al incomodar más a la dueña de su corazón. Entonces, carraspeando dijo:

-Bella dama, lamento mis palabras si os han incordiado, mas no era mi intención. Sólo vengo a pediros la venia para ser mi estandarte.

-¿Cómo es eso? –Contestó la doncella- ¿Cómo seré vuestro estandarte?

-Siendo mi ideal en el combate, mi inspiración y mi fuerza, mi aliento de vida. Siendo mi dama por la que luchar, al modo en que Oriana lo fue para Amadís de Gaula, al modo en que Jimena lo fue para el Cid Campeador, al modo en que Blancaflor lo fue para Perceval, o Ginebra para Lanzarote. Os pido, señora, me concedáis ser vuestro paladín hasta que muera.

Mientras iba diciendo lo anterior fue genuflexionando una pierna hasta el suelo y colocando su espada clavada en tierra y prendida con ambas manos por el mango. E inclinando la cabeza dijo:

-Os ofrezco mi espada, bella Dulcinea.

La muchacha sintió regocijo interno y, aunque no se llamaba así, le agradaba aquel nombre que el Hidalgo profiriera, aceptó pues esa ingeniosa imposición del Quijote. Entonces se alzó y dijo:

-Antes de aceptar quisiera saber qué batallas lucharíais, ¿qué ideales tenéis caballero?

-Aparte de vos, graciosa dama, mis ideales son los propios de un caballero. Un caballero debe ser valeroso. Su corazón solo conoce la virtud. Su espada defiende a los desvalidos. Su fuerza sostiene a los débiles. Su palabra solo dice la verdad. Su ira se yergue sobre el malvado.

-Valeroso y noble caballero, será un honor para mí haberos de paladín. Nada me ensancha más el alma que un virtuoso soldado luchando por restaurar el orden en este mundo.

Entonces, tomando la espada del hidalgo por el mango, y tocando con la punta ambos hombros y finalmente la cabeza, pronunció estas palabras:

-Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, yo, vuestra dama Dulcinea, os nombro mi paladín, para que combatáis el mal habido en este mundo, y busquéis el bien perdido. Siendo así, os tendré en mis oraciones y pensamientos constantemente, mi fiel caballero, para que el Altísimo os asista en esta empresa que comenzáis.

Levantóse el Quijote con una lágrima que recorría serpenteante su mejilla y, mirando a los verdes ojos de su dama, exclamó:

-Mi preciada dama, Dulcinea…




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El Emigrante Nostálgico

3 comentarios:

  1. Querido Emigrante:
    Conmovedor es su relato, de cómo nuestro gran ideal de caballero, se rinde a los pies de la Belleza de la Gran Dama Galadriel. Y no es fantasioso su relato, pues me hace recordar lo que ante todo cristiano debe rendirse. Caballeros cristianos fueron aquellos de antaño, mas, su espíritu no es el de un fantasma del pasado. Su espíritu debe vivir realmente en nuestra sangre, es un deber de este pueblo de elegidos defender la verdad con valor, y proteger a los inocentes. Que todo lo que a Dios atañe haga hervir nuestra sangre, fuerte con los fuertes, débil con los débiles, y terminar nuestra jornada de rodillas a los pies de nuestra Madre Bendita... Todo es por tí Santa Señora, todo es por reino, Soberana de la Tierra.
    Lo saluda, Don Virulana de los Gamos

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    1. Don Virula,

      Me alegra que este relato haya sido de su agrado. Dios quiera, como bien dice usted, que reviva en nuestras venas la sangre del caballero cristiano, que es algo atemporal y a lo que todo varón está llamado, además de a la santidad.

      Me alegra verlo por estos pagos con sus nuevas publicaciones. Un abrazo,

      E.N.

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