lunes, 26 de febrero de 2018

"In hoc signo vinces!"


Queridos gallardos, los comparto unos pensamientos que por varios días han estado en mi mente desde aquel día en Asís. Pienso que serán palabras para un reñido debate, y me tomé el atrevimiento de más que crónica, tratar un tema que siento profundo y urgente.

A unas pocas horas de Vicchio, en Italia, hay un pequeño pueblo que se llama Asís. Es famosa su historia por aquel hombre que alguna vez existió, que cautivó a miles por su prédica ejemplar y su despojo singular en pos de seguir a aquel bello hombre de Nazaret.

En Asís, dentro de la Basílica Santa María de los Ángeles, se resguarda a modo de muñecas rusas una pequeña capilla, llamada la Porciúncula. Fue el primer lugar donde este hombre tuvo destino. Aunque, desviándose hacia la derecha, perfilando hacia los claustros salen al encuentro unos patios internos que resguardan un jardín. Un jardín pequeño, aunque poblado, humilde y sereno. Nada extravagante para los aficionados a la botánica, ni nada llamativo para los amantes de la zoología. Penumbra y humedad son sus amigos, y el Sol pareciera que se esmera en penetrar a mirar a sus amigas verdáceas. En una parte de ese jardín crece un rosal, ni muy grande, ni muy pequeño. Hay que estar atento a los carteles que lo indican, porque suele esconderse a los ojos de los peregrinos y pasa desapercibido como quien no quiere llamar la atención.

Entre la veintena de plantas que se apretujan para robar un pedazo de tierra, este rosal reposa con calma. A primera vista no es nada llamativo, ni imperio, altivo u oneroso. Tan solo uno más de los millones de individuos que pueblan la especie. Verde y crecido, con numerosas hojas que luchan contra el tenue frío del hemisferio del norte. 

Aunque, agudizando la vista, corrigiendo el lente y posando un tiempo, se descubre al grito de “Eureka” el tesoro que este rosal esconde: no tiene espinas… Si hay un componente que nos recuerda a las rosas (y a los amores) son las espinas. Desnudas están sus ramas como su tallo, y su carne está cerrada al paso puntiagudo de hojas modificadas. Las perdió hace ya casi 800 años, por haber sido bañada en sangre de inocente…

Cuenta la tradición que Francisco de Asís, caminando por los jardines de su diminuta parroquia, tuvo una tentación de impureza; de esas donde la carne se rebela, y cientos de caballos con brío acelerado salen a correr. Se alzaron las pasiones y quisieron tomar el control. Más el santo, no dejando tregua ni lugar a discusión, saltó desnudo y enardecido sobre un rosal. En cólera furtiva hizo lo que hacen los grandes y magnánimos, no dejarse ganar. Las espinas se clavaron en su carne como afiladas agujas y brotó sangre de sus heridas. Punzadas de dolor rugieron al aire de aquél pueblo. No hubo tregua: el enemigo dio retirada fugaz ante tal imagen, quiso hacerlo caer en una tentación de fealdad más no pudo contemplar la imagen más horrenda aún de sangre y dolor que se desprendía de aquel jardín. Despavorido, el enemigo abandonó su estrategia. Y el santo, en agonía, rogaba al Padre perdón: “Misericordia, Señor, misericordia”.

La sangre empapó el follaje de aquel rosal y sus espinas se tiñeron de rojo rubí. Coágulos ennegrecidos escondieron como una noche, las negras lanzas vegetales. Y sucedió el milagro: desde aquel día, y hasta nuestros días, surgió un nuevo rosal. Ya no más espinas, ya no más dolor, un ser nuevo purificado de sus armas y defensas. Un rosal despojado de sus elementos de agonía, de guerra, re-creado; ya no había maldad en él. Renacido a la bondad y a la belleza. A partir de allí, en su brotes, frescas hojas y coloridas flores eran su única creación.

Hasta la empírica ciencia, con su espíritu de categorías, órdenes y sub-órdenes, debió dar paso a sus incredulidades y gestar una variante taxonómica para aquella única especia de un jardín escondido del pueblo de Asís.


Mis ojos lo vieron: verde y humilde el rosedal. Y brotaron en mi cabeza pensamientos e ideas. Y una frase resonó como el estruendo de dos metales que chocan:

“La fealdad, cura la fealdad”.


Una verdad cierta, aunque incomprendida. Incluso contradictoria a la sólida frase: “la belleza salvará al mundo” de Dostoievski. Y aquí se funda la carpa de la paradoja, que, con dos cuerdas bien tensadas, no deja que caiga el misterio.

La sangre derramada por un justo dio paso a que un ser creado depusiera sus elementos más fieros de defensa. Pareciera que aquella planta, horrorizada por la escena, y bañada por una pureza singular, debió renacer a la belleza.

La fuerza que tiene el sacrificio del hombre justo y bueno, su dolor y su pena, claman al universo entero a grito de “belleza”, y permiten transfigurar, al paso de un precio, las realidades celestes. Es como si la maldad del mundo diera paso atrás, vencida y derrotada, por otra maldad que, sufrida en carne de un justo, hace renacer.

Fuera de toda lógica humana, fuera de todo deseo y comodidad, el camino del peregrino, del justo, del bueno, en fin, del cristiano, el camino para vencer, es el signo de la Cruz.

“In hoc signo vinces!”


La ruta para alcanzar la verdad, o algo bueno, o algo bello es difícilmente comprensible para los hombres. Más en estos días, donde el dolor y el sufrimiento tratan de ser eliminados. Porque para llegar a lo bello hay que sufrir, para llegar a lo bueno hay que escalar y para encontrar lo verdadero hay que escudriñar.

Los ejemplos bastan, y las historias son miles. Mas uno es el principal modelo a seguir: Jesús de Nazaret. El justo por excelencia, al que no se le podía encontrar mentira en su boca, cuyo pasar era sereno, y su voz dulce, sus gestos agraciados y su presencia un descanso. El mismísimo hijo del Padre, que no había conocido corrupción, él fue entregado en manos de los corrompidos para hacerse “todo”, por “todos”. El que no conocía maldad, aceptó sobre sus hombros la inmensa fealdad del mundo entero y por medio del sacrificio más cruento, más infame, y más sangriento, recreó las cosas. A precio de dolor trajo la belleza al mundo. A cambio de injurias, trajo la bondad. A cambio de golpes, trajo caricias. A cambio de condenación, salvación. A cambio de muerte, la vida.

Ésta es la economía de lo bello: el sacrificio.

Escribe un amigo, John Senior, en su libro “La Restauración de la Cultura Cristiana”: “En esta vida experimentamos la vida divina como si viéramos las figuras de un tapiz desde el revés, como un sufrimiento y no como un gozo, como el acto de Cristo sobre la cruz, como un sacrificio. Toda obra y toda oración en la tierra es una participación del gozo del cielo a través del sufrimiento. Es una paradoja el que toda obra cristiana sea un padecer: In hoc signo vinces. Es el signo de la Cruz.”

Tamaña paradoja de sacrificio: la fealdad solo puede eliminar lo feo, o mejor dicho, el dolor solo puede eliminar el dolor o el sufrimiento al sufrimiento. El Señor, para salvar la deuda del pecado, para erradicar el yugo que pesaba sobre nuestras cabezas y darnos la salvación, debió sufrir, y mucho. “Varón de dolores”, parecía un varón acostumbrado a los dolores en su pasión. Pero al sufrir nos dio la dicha. Su sufrimiento venció a otro sufrimiento mayor, por sus dolores venció al dolor, la fealdad de su pasión nos liberó de la fealdad de los pecados.

Todo exige un cambio, un pago, una deuda a saldar. Y es bueno refrescar las palabras del maestro Hesíodo, a quien aliento a memorizar:

“Áspera al comienzo, de acceso difícil, llena de sudores y de esfuerzos repetidos, tal es la ruta por la cual se asciende a la virtud”.
(Hesíodo, “Días y trabajos” 285-290)

Mirad como los antiguos ya tenían tan frescos los conceptos. Porque el adquirir una virtud demanda esfuerzo y sacrificio. Y cuánto más demandará adquirir las virtudes celestes. Caminos de sudores y esfuerzos, sudores y esfuerzos…

Los ejemplos son innumerables, numerosos hombres justos. Los ermitaños comprenden muy bien estas verdades, al igual que los monjes y muchos santos. El camino para salvar al hermano, a nosotros, pero más a nuestro hermano, es el del sacrificio.

Solo el dolor bien comprendido puede llevar a la belleza. Porque para alcanzarla, hay que andar por caminos de purificación. Quizá el mapa para conseguirla es el que trazó Senior con solo tres palabras: “trabajo, oración y sacrificio”. A su modo de entender, tres fines en esta vida: “el inmediato, el próximo y el final”.

“La fealdad, cura la fealdad”. Si queremos convertir las realidades más próximas, hasta nuestra misma realidad, debemos pasar por lo feo: por lo que demande esfuerzo, dolor, pena y sacrificio. Por la oración, por la entrega, por la limosna, por el amor, por el dolor, por la ascética.

Y cuando hayamos derramado nuestra sangre, vendrá el Espíritu. “Vacíate de tu sangre y llénate del Espíritu”, escribía un monje ortodoxo. Y cuando tengamos al Espíritu en nosotros, podremos convertir el mundo a la belleza. Y el mal se espantará del horror de los males que sufre el justo, y huirá.

Tan solo ruego morir, como aquel hombre de Orgaz, quizá sea mucho pedir. Que, en una vida entregada al hermano, en sacrificio y en amor, cosechó para él los premios celestes. Porque el justo no está solo. Y en su muerte, en su sacrificada y entregada muerte, vinieron sus amigos a enterrarlo.

Tanta belleza trajo al mundo el conde, y tanto sufrió para pagar su deuda, y la de su hermano, que Agustín de Hipona y hasta el mismmísimo Esteban, vinieron a enterrarlo.

Porque en este valle de lágrimas todo lo que hacemos pareciera un sacrificio, más aun, el consuelo y la alegría que nos esperan en este peregrinar, son inconmensurables. Y por esas promesas de júbilo, vale entregarse al dolor, para que lo feo se convierta finalmente a la belleza.

The Young Writer



"El entierro del Conde de Orgaz" El Greco






1 comentario:

  1. Magnanimus Young Writer!! Cuántas verdades juntas! Sabias son sus palabras. No me cansaré de decirlo, muchas veces nuestra Fe no aumenta por conocer más y más cosas, sino por renovar lo ya sabido, lo de siempre, devolviéndole el peso que realmente tiene, quitando las impurezas de la vista acostumbrada, volviéndose a asombrar de aquello que aprendimos en nuestra primera catequesis. Y es que su gran verdad es que no existe cristianismo sin sacrificio, sin dolor, sin derramamiento de sangre. Bueno y bello es realmente deleitarse con la luz encantadora de la Fe, mas no por eso olvidar de que necesariamente debe haber Cruz. Ese es el único camino, como Nuestro Señor, el del Calvario. Por supuesto que tampoco hay que olvidar la alegría infinitamente superior que se esconde tras ese sufrimiento. Y creo realmente que ese es el filtro que se ha puesto, para alejar a los cobardes, para probar al que realmente desea esa belleza escondida. ¿Quieres gozar de los manjares divinos? ¡¡Pues entonces toma la Cruz pesada sobre tus hombros!! Y allí quedamos varios en el camino. Sin embargo, si supiéramos que aceptando ese dolor, a solo dos pasos se encuentra el Amado, transformando todas las cosas en nuevas.
    Bendito secreto el que poseemos los cristianos, que causa escándalo para los gentiles.
    Un saludo enorme,
    conmovido,
    Don Virula

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