Queridos gallardos, los
comparto unos pensamientos que por varios días han estado en mi mente desde aquel
día en Asís. Pienso que serán palabras para un reñido debate, y me tomé el
atrevimiento de más que crónica, tratar un tema que siento profundo y urgente.
A
unas pocas horas de Vicchio, en Italia, hay un pequeño pueblo que se llama
Asís. Es famosa su historia por aquel hombre que alguna vez existió, que
cautivó a miles por su prédica ejemplar y su despojo singular en pos de seguir
a aquel bello hombre de Nazaret.
En
Asís, dentro de la Basílica Santa María de los Ángeles, se resguarda a modo de
muñecas rusas una pequeña capilla, llamada la
Porciúncula. Fue el primer lugar donde este hombre tuvo destino. Aunque,
desviándose hacia la derecha, perfilando hacia los claustros salen al encuentro
unos patios internos que resguardan un jardín. Un jardín pequeño, aunque
poblado, humilde y sereno. Nada extravagante para los aficionados a la botánica,
ni nada llamativo para los amantes de la zoología. Penumbra y humedad son sus
amigos, y el Sol pareciera que se esmera en penetrar a mirar a sus amigas
verdáceas. En una parte de ese jardín crece un rosal, ni muy grande, ni muy
pequeño. Hay que estar atento a los carteles que lo indican, porque suele
esconderse a los ojos de los peregrinos y pasa desapercibido como quien no
quiere llamar la atención.
Entre
la veintena de plantas que se apretujan para robar un pedazo de tierra, este
rosal reposa con calma. A primera vista no es nada llamativo, ni imperio,
altivo u oneroso. Tan solo uno más de los millones de individuos que pueblan la
especie. Verde y crecido, con numerosas hojas que luchan contra el tenue frío
del hemisferio del norte.
Aunque,
agudizando la vista, corrigiendo el lente y posando un tiempo, se descubre al
grito de “Eureka” el tesoro que este rosal esconde: no tiene espinas… Si hay un
componente que nos recuerda a las rosas (y a los amores) son las espinas.
Desnudas están sus ramas como su tallo, y su carne está cerrada al paso
puntiagudo de hojas modificadas. Las perdió hace ya casi 800 años, por haber
sido bañada en sangre de inocente…
Cuenta
la tradición que Francisco de Asís, caminando por los jardines de su diminuta
parroquia, tuvo una tentación de impureza; de esas donde la carne se rebela, y
cientos de caballos con brío acelerado salen a correr. Se alzaron las pasiones
y quisieron tomar el control. Más el santo, no dejando tregua ni lugar a
discusión, saltó desnudo y enardecido sobre un rosal. En cólera furtiva hizo lo
que hacen los grandes y magnánimos, no dejarse ganar. Las espinas se clavaron
en su carne como afiladas agujas y brotó sangre de sus heridas. Punzadas de
dolor rugieron al aire de aquél pueblo. No hubo tregua: el enemigo dio retirada
fugaz ante tal imagen, quiso hacerlo caer en una tentación de fealdad más no
pudo contemplar la imagen más horrenda aún de sangre y dolor que se desprendía
de aquel jardín. Despavorido, el enemigo abandonó su estrategia. Y el santo, en
agonía, rogaba al Padre perdón: “Misericordia, Señor, misericordia”.
La
sangre empapó el follaje de aquel rosal y sus espinas se tiñeron de rojo rubí.
Coágulos ennegrecidos escondieron como una noche, las negras lanzas vegetales.
Y sucedió el milagro: desde aquel día, y hasta nuestros días, surgió un nuevo
rosal. Ya no más espinas, ya no más dolor, un ser nuevo purificado de sus armas
y defensas. Un rosal despojado de sus elementos de agonía, de guerra, re-creado;
ya no había maldad en él. Renacido a la bondad y a la belleza. A partir de
allí, en su brotes, frescas hojas y coloridas flores eran su única creación.
Hasta
la empírica ciencia, con su espíritu de categorías, órdenes y sub-órdenes,
debió dar paso a sus incredulidades y gestar una variante taxonómica para
aquella única especia de un jardín escondido del pueblo de Asís.
Mis ojos lo vieron: verde y humilde el rosedal. Y brotaron en mi cabeza pensamientos e ideas. Y una frase resonó como el estruendo de dos metales que chocan:
“La fealdad, cura la fealdad”.
Una
verdad cierta, aunque incomprendida. Incluso contradictoria a la sólida frase: “la
belleza salvará al mundo” de Dostoievski. Y aquí se funda la carpa de la
paradoja, que, con dos cuerdas bien tensadas, no deja que caiga el misterio.
La
sangre derramada por un justo dio paso a que un ser creado depusiera sus
elementos más fieros de defensa. Pareciera que aquella planta, horrorizada por
la escena, y bañada por una pureza singular, debió renacer a la belleza.
La
fuerza que tiene el sacrificio del hombre justo y bueno, su dolor y su pena,
claman al universo entero a grito de “belleza”, y permiten transfigurar, al
paso de un precio, las realidades celestes. Es como si la maldad del mundo
diera paso atrás, vencida y derrotada, por otra maldad que, sufrida en carne de
un justo, hace renacer.
Fuera
de toda lógica humana, fuera de todo deseo y comodidad, el camino del
peregrino, del justo, del bueno, en fin, del cristiano, el camino para vencer,
es el signo de la Cruz.
“In hoc signo vinces!”
La
ruta para alcanzar la verdad, o algo bueno, o algo bello es difícilmente
comprensible para los hombres. Más en estos días, donde el dolor y el
sufrimiento tratan de ser eliminados. Porque para llegar a lo bello hay que
sufrir, para llegar a lo bueno hay que escalar y para encontrar lo verdadero
hay que escudriñar.
Ésta
es la economía de lo bello: el sacrificio.
Escribe
un amigo, John Senior, en su libro “La Restauración de la Cultura Cristiana”: “En esta vida experimentamos la vida divina
como si viéramos las figuras de un tapiz desde el revés, como un sufrimiento y
no como un gozo, como el acto de Cristo sobre la cruz, como un sacrificio.
Toda obra y toda oración en la tierra es una participación del gozo del cielo a
través del sufrimiento. Es una paradoja el que toda obra cristiana sea un
padecer: In hoc signo vinces. Es el
signo de la Cruz.”
Tamaña
paradoja de sacrificio: la fealdad solo puede eliminar lo feo, o mejor dicho,
el dolor solo puede eliminar el dolor o el sufrimiento al sufrimiento. El
Señor, para salvar la deuda del pecado, para erradicar el yugo que pesaba sobre
nuestras cabezas y darnos la salvación, debió sufrir, y mucho. “Varón de
dolores”, parecía un varón acostumbrado a los dolores en su pasión. Pero al
sufrir nos dio la dicha. Su sufrimiento venció a otro sufrimiento mayor, por
sus dolores venció al dolor, la fealdad de su pasión nos liberó de la fealdad
de los pecados.
“Áspera al comienzo, de acceso
difícil, llena de sudores y de esfuerzos repetidos, tal es la ruta por la cual
se asciende a la virtud”.
(Hesíodo, “Días y trabajos” 285-290)
Mirad como los antiguos ya tenían
tan frescos los conceptos. Porque el adquirir una virtud demanda esfuerzo y
sacrificio. Y cuánto más demandará adquirir las virtudes celestes. Caminos de
sudores y esfuerzos, sudores y esfuerzos…
Los ejemplos son innumerables,
numerosos hombres justos. Los ermitaños comprenden muy bien estas verdades, al
igual que los monjes y muchos santos. El camino para salvar al hermano, a
nosotros, pero más a nuestro hermano, es el del sacrificio.
Solo el
dolor bien comprendido puede llevar a la belleza. Porque para alcanzarla, hay
que andar por caminos de purificación. Quizá el mapa para conseguirla es el que
trazó Senior con solo tres palabras: “trabajo,
oración y sacrificio”. A su modo de entender, tres fines en esta vida: “el inmediato, el próximo y el final”.
“La fealdad, cura la
fealdad”. Si
queremos convertir las realidades más próximas, hasta nuestra misma realidad,
debemos pasar por lo feo: por lo que demande esfuerzo, dolor, pena y
sacrificio. Por la oración, por la entrega, por la limosna, por el amor, por el
dolor, por la ascética.
Y
cuando hayamos derramado nuestra sangre, vendrá el Espíritu. “Vacíate de tu
sangre y llénate del Espíritu”, escribía un monje ortodoxo. Y cuando tengamos
al Espíritu en nosotros, podremos convertir el mundo a la belleza. Y el mal se
espantará del horror de los males que sufre el justo, y huirá.
Tan
solo ruego morir, como aquel hombre de Orgaz, quizá sea mucho pedir. Que, en
una vida entregada al hermano, en sacrificio y en amor, cosechó para él los
premios celestes. Porque el justo no está solo. Y en su muerte, en su
sacrificada y entregada muerte, vinieron sus amigos a enterrarlo.
The Young Writer
"El entierro del Conde de Orgaz" El Greco |
Magnanimus Young Writer!! Cuántas verdades juntas! Sabias son sus palabras. No me cansaré de decirlo, muchas veces nuestra Fe no aumenta por conocer más y más cosas, sino por renovar lo ya sabido, lo de siempre, devolviéndole el peso que realmente tiene, quitando las impurezas de la vista acostumbrada, volviéndose a asombrar de aquello que aprendimos en nuestra primera catequesis. Y es que su gran verdad es que no existe cristianismo sin sacrificio, sin dolor, sin derramamiento de sangre. Bueno y bello es realmente deleitarse con la luz encantadora de la Fe, mas no por eso olvidar de que necesariamente debe haber Cruz. Ese es el único camino, como Nuestro Señor, el del Calvario. Por supuesto que tampoco hay que olvidar la alegría infinitamente superior que se esconde tras ese sufrimiento. Y creo realmente que ese es el filtro que se ha puesto, para alejar a los cobardes, para probar al que realmente desea esa belleza escondida. ¿Quieres gozar de los manjares divinos? ¡¡Pues entonces toma la Cruz pesada sobre tus hombros!! Y allí quedamos varios en el camino. Sin embargo, si supiéramos que aceptando ese dolor, a solo dos pasos se encuentra el Amado, transformando todas las cosas en nuevas.
ResponderEliminarBendito secreto el que poseemos los cristianos, que causa escándalo para los gentiles.
Un saludo enorme,
conmovido,
Don Virula